En su afán de sumar adeptos para cambiar el anquilosado sistema soviético, Gorbachov se enfrentó al sector más conservador de la plana mayor del PCUS, encabezado por Yegor Ligachov, pero también tuvo influyentes aliados como Aleksandr Yakovlev y, en medio de ese pulso ideológico, protegió a un entonces defenestrado Boris Yeltsin, quien terminó siendo su gran adversario en la batalla por el poder, lo cual tendría nefastas consecuencias para la existencia misma del país.
El nuevo pacto federal propuesto por Gorbachov y que estaban a punto de firmar la mayoría de las repúblicas soviéticas –salvo las tres bálticas que se incorporaron a la URSS producto del vergonzoso protocolo adicional secreto del pacto Molotov-Ribbentrop antes de la Segunda Guerra Mundial y en ese momento, agosto de 1991, ya tenían un pie y la mitad del otro fuera de un proyecto de convivencia común– se frustró con un intento de golpe de Estado.
El fallido putsch fracasó tres días después y, mientras Gorbachov estaba secuestrado por los golpistas en Crimea, fortaleció la figura de Yeltsin que supo aprovechar la coyuntura para encabezar la resistencia, movilizar a sus seguidores y contribuir a que un sector del ejército cambiara de bando.
Apenas unos meses más tarde, proscrito el PCUS, Yeltsin forzó la creación de la Comunidad de Estados Independientes, junto con los líderes de Ucrania y Bielorrusia, lo que llevó a Gorbachov a dimitir la Navidad de ese año, en un emotivo discurso de despedida, mientras se izaba la bandera roja con la hoz y el martillo del gran palacio del Kremlin.
Semanas más tarde, cuando ya se habían separado los tres bálticos, se adhirieron las repúblicas centroasiáticas y caucásicas, lo cual dio la puntilla a la Unión Soviética, disuelta en doce países independientes que comenzaron un caótico periodo de transición para desmontar el sistema socialista y, tras repartirse injustamente las riquezas del país, sustituirlo con el actual modelo de capitalismo de Estado.
Desde el 25 de diciembre de 1991, mientras en el exterior Gorbachov todavía era una figura reclamada hasta hace unos años, dentro de Rusia comenzó a estar cada vez más relegado, sobre todo a partir del golpe que sufrió con la muerte por leucemia de su esposa, Raisa, en 1999. Tres años había hecho un último intento por participar en la política rusa y presentó su candidatura en las elecciones presidenciales de 1996, intento que se recuerda por dos hechos: la cachetada que le dio una mujer en un acto de campaña y el resultado que obtuvo: que apenas llegó al 1 por ciento de los votos.
Gorbachov vivía solo –con una enfermera, una cocinera y un asistente que lo cuidaban– en su dacha, casa de campo que le correspondía por haber sido presidente de este país, y era accionista del periódico Novaya Gazeta, ahora cerrado por denunciar los escándalos de corrupción en Rusia.
Hasta sus últimos días, conforme aumentaban sus dificultades para moverse, mantuvo la lucidez y, aunque cada vez eran menos frecuentes sus entrevistas o declaraciones, advirtió el peligro de una guerra nuclear y la necesidad de sentarse a negociar las divergencias, por grandes que éstas sean.
Gorbachov será enterrado, junto a la tumba de su esposa Raisa, en el cementerio moscovita del monasterio de Novodievichy, no lejos de donde reposan los restos de su némesis, Boris Yeltsin.
Juan Pablo Duch | Corresponsal de La Jornada en Moscú.
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